IV
Se
atoran los verbos de queja en las bocas, deambulando torpes entre lenguas y
chasquidos de disconformidad. Hoy se conjugan como almas apretadas en el
transporte público, empujándose unas a otras. Pero ahora que la ofensa se
antepone al pensamiento, las filas de dientes son muros infranqueables, y
nuestros yoes, prisioneros en una cárcel de carne, son forzados a callar. ¿Desde
cuándo un verbo, por sangrante e indecente que sea, no puede salir a la calle?
Hoy
vivimos entre madejas que limitan la razón. Las ciudades se construyen con hilos
y agujas, inspiradas gracias al ruido de los pasos de la multitud sobre el pavimento,
todos al mismo compás. Grises ciudades donde cualquier color derramado por accidente
se considera un crimen. Y también son grises las bocas y los ojos y las manos y
los pies. Gris es la fe y también el entendimiento. El gris se derrama denso sobre
parques y aceras, opacando soles y robando hojas al bosque. El gris es dictadura
y opresión en el pecho, intoxicada ceguera de quienes han nacido con las bocas
cosidas.
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