Necedades humanas
El golpe siempre llega. Por más que lo anticipemos acaba dándonos un gancho directo al ego, con intención humillante. Y nos engañamos a nosotros mismos pensando: «esto servirá para no cometer el mismo error en el futuro». Pero es mentira. Es como si alguien nos hubiera definido para el fiasco, para la eterna decepción. Continuaremos en ese tramo peligroso y lleno de baches incómodos a pesar de que existe una bifurcación segura; una indefectiblemente más estable y placentera. Y lloraremos, porque eso se nos da muy bien. ¿Qué sería de la existencia si nos privaran de los tan aclamados pozos del consuelo? Uno puede ocultarse en ellos hasta que extrañe la luz del sol, y para cuando vuelve a salir ya se ha olvidado del golpe que lo condujo someterse a la oscuridad.
Aun así, eso tiene un coste para el corazón. Y alguno ya ha perdido nitidez y consistencia en el suyo a base de dejar que otros lo manoseen sin pudor. La realidad es que, por más ungüentos o caricias que uno pueda procurarse, las heridas se producen sobre otras heridas. No da tiempo a que surjan las cicatrices, no da tiempo a que la carne se cierre. Y así circulamos por las calles, con la piel hecha jirones y los ojos hinchados en medio de una multitud rabiosa que aguarda impaciente, armada de palos y cuchillos.
Uno puede pensar que es fácil evitar los golpes, que es cuestión de aprender del entrenamiento o de alejarse del resto. Sin embargo, ¿cuánto tiempo hay que entrenar hasta dominar la técnica? ¿Se puede sobrevivir al propio entrenamiento? Y si alguien prefiere alejarse de los demás, ¿cuál es la distancia adecuada? ¿Sólo un poco o lo máximo posible?
En cualquier caso, esa es la realidad que nos ha tocado vivir. Hay quien no se detiene a cuestionar si estará preparado para un nuevo golpe. Y quizá ese sea el mejor sistema, ya que no ha de ser sano andar siempre pensando en el próximo puñetazo, en lo que escocerá por dentro. Supongo que al final lo mejor será tener a mano una bolsa con hielo, sólo por si acaso.
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