Memoria cruel de los objetos

 

Tiene gracia que algunos objetos se conviertan en talismanes que exhibimos al mundo, orgullosos de lo que representan. Otros, en cambio, son guardados en gavetas olvidadas, al lado de otros cachivaches que en realidad nunca tuvieron demasiada trascendencia. Mezclamos lo inútil, lo que sobra y hasta molesta, por no encajar en ningún patrón práctico, con lo doloroso, los objetos a los que siempre me he referido como «esas cosas crueles». Y lo hacemos porque nos trasladan a otros momentos de la vida, a veces cargados de poesía, a veces llenos de odio. Aun así, me parece fascinante la enorme presión que pueden ejercer sobre nosotros, sea porque nos inspiran una insoportable nostalgia, sea porque nos recuerdan a alguien que nos traicionó o simplemente alguien que quisiéramos borrar de la memoria. Sin embargo, no los desechamos. Les adjudicamos un rincón de las manías, una especie de agujero negro localizable que nos causa melancolía y rechazo a partes iguales, como si de algún modo dejáramos en pausa nuestras emociones con la esperanza de que, en el momento menos esperado, los objetos crueles se hayan convertido en otra cosa, asuntos amables, tal vez.
¿Qué clase de extraño poder albergan? ¿Acaso absorben los instantes como vórtices perdidos del tiempo? ¿Son la promesa de un viaje al pasado con la madurez que otorgan los años?
Servidora tiene la tendencia de guardar cosas que supusieron lecciones de vida. Quizá sea un método para no olvidar esos errores que, lejos de avergonzarme, me han convertido en quien soy. Pero el hecho es que las escondo, igual que se amontonan las pertenencias de un difunto en un arcón bajo llave, para evitar el dolor que causa la pérdida. En nuestra lógica no siempre encaja el precepto de «certificado de defunción». Creo que por eso nos aferramos a ciertos objetos, aunque éstos nos fracturen el alma cada vez que los palpamos sin querer cuando buscamos en el cajón de los cachivaches pilas o ese dichoso bolígrafo que ya ni siquiera pinta.
Y como seres obstinados —al menos en mi caso— seguimos guardando esa crueldad material, luchando contra cada célula desobediente del cuerpo, fingiendo que aceptamos la frustración cuando en verdad no hemos dejado de preguntarnos decenas de veces: ¿por qué?
A menudo nos convertimos en esclavos del tiempo. Puede que éste se escabulla liviano entre los dedos, demostrando que nada ni nadie tiene la capacidad de almacenarlo a su antojo. No obstante, la crueldad de su paso y de lo complejas que son las emociones humanas permanece como tinta indeleble en nuestras casas, en forma de estúpidas figuritas, anillos absurdos, prendas de otras personas, fotografías… Uno quiere quitarse de encima no sólo los objetos en sí, sino lo que almacenan, el tremendo dolor que encierran. A veces los teñimos de un cariño lejano, como por conmiseración, pero en el fondo de nosotros sabemos que es dolor lo que guardan. Dolor por algo que no fue, o algo que sí existió pero no funcionó. Dolor por la ausencia; dolor porque nunca más será.
Qué equivocado estaba el que dijo que los objetos estaban desprovistos de vida…

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