El último hombre
Si algo me ha quedado claro con esta lectura es que la juventud tiene establecida, entre sus muchos defectos, la ceguera como lenguaje. Leí este magnífico libro a la tierna edad de diecisiete años, y en términos generales me gustó, aunque, como es lógico, mi falta de madurez fue muy limitante a la hora de valorar su contenido y alcanzar a comprender qué pretendía la formidable Mary Shelley con él.
Ahora que he afrontado este
título desde unos ojos muy distintos, ojos curados de la ceguera idealista que
tenemos cuando somos unos niños, entiendo el ingenio de su autora y cuál fue su
propósito con la novela.
Brutal.
“El último hombre” es arte. No
creo que esto pille a nadie por sorpresa, sobre todo si tenemos en cuenta que
Mary Shelley ya había escrito antes, con insólito talento, “Frankenstein o el
Moderno Prometeo”. La muchacha solo contaba con diecinueve años en el momento
de publicarlo. ¡Diecinueve! ¿Qué hacías tú cuando tenías esa edad? Yo, desde
luego, no andaba escribiendo joyas literarias para perdurar en el tiempo.
Pero esta entrada es para hablar
de “El último hombre”, espectacular novela distópica que nos presenta a Lionel
Verney, el último individuo que queda después de que una epidemia global haya
acabado con todos los seres humanos del planeta.
El tono general del libro es
deprimente. No voy a engañar a nadie diciendo que la narrativa después se
transforma en un halo de esperanza, o que todo está construido para que te
lleves una buena impresión de la humanidad. Este es un trabajo sombrío, y no
debería extrañarnos puesto que Mary lo escribió mientras trataba de superar la
muerte de su esposo y varios abortos espontáneos. Conociendo este dato, es
inevitable relacionar algunas de las emociones del protagonista con las que
debió de sentir ella entonces. Aquí la literatura vuelve a demostrar que,
incluso en los momentos más oscuros, pueden surgir obras de arte imperecederas;
descorazonadoras tal vez, pero de indiscutible necesidad.
En la primera parte de la
novela, Shelley describe a los personajes y nos habla de sus privilegios. Quizá
este segmento pueda resultar poco estimulante a quienes acuden a esta lectura
buscando lo descarnado de un apocalipsis, y de hecho cuando aparecen los
primeros signos de la misteriosa plaga que empieza a diezmar a la población de
Europa, uno como lector espera que la acción tome de inmediato otros
derroteros. Pero no, Mary se limita a exponer a los humanos como lo que son:
unos arrogantes incapaces de determinar cuáles son las prioridades en
situaciones tan terribles como las descritas en “El último hombre”. Luego,
cuando todo se empieza a ir de madre, Lionel Verney se centra en mostrarnos las
hostilidades que se presentan ahora que la esperanza es un bien escaso: el
declive de los valores humanos, los horrores de la pérdida, la necedad como
recurso ante la insatisfacción... Todo en esta novela está enfocado para que
entendamos los estragos de la soledad y la muerte. Hay constantes dilemas que
ponen la ética y cualquier juicio de valor contra la pared, y también una
exposición clara de lo que somos capaces de hacer cuando entendemos la
importancia de sobrevivir, cueste lo que cueste. La crítica a la especie es tan
acertada que resulta inevitable ver la sociedad desde el hastío como respuesta
a la decadencia y la corrupción.
Sobre el estilo de Mary Shelley,
poco se puede decir que ya no se sepa: es increíble su habilidad para crear
atmósferas desoladoras y cargadas de desesperación. Sobresaliente en
sensibilidad y un as del lenguaje, sigue viva a pesar del tiempo transcurrido.
Y deseo, de todo corazón, que a su nombre le quede vida para rato.
“El último hombre”, un libro no
apto para “ciegos”.
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