XII

Hoy he pensado en el guacamayo azul de la tienda de animales, el que malvive en una jaula diminuta y se limita a mirar a través de los barrotes con sus acuosos ojos negros. El plumaje añil, que parece un traje de difuntos mal puesto, cae sobre el cuerpo, ya marchito, en un extenuante ejercicio de lealtad. «Algún día sacudiremos el polvo», les responde a sus alas, que hartas de agitarse día tras día en actitud rebelde han dejado de moverse. Ahora son dos brazos lacios que han sucumbido a la terrible verdad de no volver a volar.
A veces siento que el guacamayo intenta comunicarse conmigo. Abre su pico cubierto de rayones y eleva la oscura lengua como si tratara de decir algo. Y entonces repite la sarta de idioteces que han estado enseñándole los empleados de la tienda desde hace años, frases vacías que le confieren una imagen aún más triste. Quizá no encuentra otro modo de pedir ayuda; quizá sólo se trate de un pájaro tonto que ni siquiera sabe que está recluido injustamente.
Me pregunto si no seré yo como ese animal. ¿Acaso llevo tanto tiempo encerrada que no veo los barrotes de mi propia jaula? ¿Se atrofiaron mis alas hasta el punto de haberse convertido en inertes brazos? ¿He perdido la capacidad del habla y ya sólo puedo repetir manidas expresiones?
Tal vez el guacamayo azul me mira porque es capaz de reconocer la desdicha de otras aves atrapadas, las que abren y cierran los picos buscando la aprobación de sus dueños.
A estas alturas ya no sé si habla con sus alas o con las mías.

Comentarios

  1. Escribes poesía acaso sin saberlo, Saray.

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    1. Que alguien de tu talento me diga eso, ya es suficiente para andar flotando todo el día. Gracias, guapérrimo!

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