Hora de pagar

 


Oigo las voces de los querubines. Están ahí, en la superficie, ajenos al polvo sucio de las ruinas, quizá flotando en la ceniza. Y yo asciendo, me impulsa la confusión. Guiada por el coro que ahora canta artes de dicha y propaganda de justicia, me preparo para abrir los ojos, cuando éstos dejen de arder por el dolor.  

Sigo en ascenso, la marea se deshace de mí. Soy materia de un barco que zozobra mientras ellos cantan. Mi alma se eleva entre tiples y contraltos. Se abre el techo y subo, avanzo rauda hasta el sendero de doradas flechas, a dentelladas contra las nubes que se resisten. Y no miro abajo por temor a encontrar de nuevo la grieta salvaje de la muerte, la misma donde yacen las oscuridades del corazón. Me aterra caer como aguacero violento, arrastrando conmigo cada pedazo de cielo que abarquen las manos. Pero finalmente me atraviesa la tormenta.

Bello es el réquiem que cantan los querubes mientras me aferro a la tierra, luchando contra la gravedad de insolente urgencia. El agujero trata de absorberme, practicando la malicia que tienen las voces del fondo, contrapunto inexacto que casi ríe desafinado.  

El barco se hunde. El sol se apaga. El silencio se impone. Ya estoy dentro. 

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