II

 


Hoy los guardianes sienten que el peso de sus espadas es insoportable. Arrastran las armaduras con la cadencia de un elefante moribundo que intenta mantener la dignidad intacta ante el bando contrario. Antaño el metal que los cubría brillaba contundente, signo recio de hegemonía y sangre de marzo. Ahora se sostienen sobre óxido y fatiga, deambulando bajo la luna como un ejército de huesos aburridos, abrazados por la niebla y las voces de sus antiguos compañeros, los que dieron la vida por una razón que ya ni recuerdan.
¿Y qué les queda, aparte de una espada manchada y la herrumbre de sus armaduras? Ninguno tiene nombre. Hace mucho que adoptaron una identidad invisible. No eran humanos entonces, sólo seres desprovistos de alma.
Así pues, con una parte de sí mismos dentro de las fauces de la muerte, una que duerme sin darse cuenta de que tiene algo dentro de la boca, blanden los odios de otros que declaran guerras desde la comodidad de sus sillas, con los nombres intactos y las manos limpias.

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