La ceguera irremediable


 

Siempre me gustaron las estampas grises, los días otoñales con sus mañanas frías y las ventanas cargadas de humedad. Tal vez fue eso lo que me atrajo hasta ti, lo que encontré encantador de tu persona.

El agua ha entumecido la mitad de mi cuerpo, cada vez más pesado, como un yelmo al que le urge llegar hasta el fondo. El canto de tu voz a lo lejos, residual y engañoso, me impulsa a seguir avanzando, a pesar del oleaje, a pesar de mi cansancio.

Y ahora llueve. La tormenta empeora al tiempo que mis piernas no responden. Tiemblo, me castañetean los dientes, la piel se arruga. El corazón se parte. Miles de fragmentos flotan en el agua, esparcidos como puntos que refulgen tímidamente antes de acabar a la deriva. Palpo a mi alrededor, temiendo perderlos para siempre, y sucede lo temido: me ahogo. La corriente me arrastra y tira de mí con tal ahínco, tan desaforado es su arrebato, que creo que me romperé de un momento a otro. Sin embargo, qué dicha acariciar tu mano en el descenso, tan tibia y divina al tacto; la última emoción vital.

Esta ceguera es irremediable. Hubiera estado dispuesta a enfrentarme a la marea, aunque ello significara ser absorbida por una entidad furibunda, ávida de dolor y resentimiento. Lo hubiera hecho. Habría aceptado un mundo a oscuras, ciñéndome a la eterna sonata del destierro, sumergida en aguas gélidas para siempre.

Pero tú no quisiste.

En la distancia veo los primeros rayos de sol de la mañana y, por absurdo que parezca, yo sólo quiero que la luz se apague. Quiero regresar al océano gris, al invierno perpetuo. Allí luchaba porque la superficie, por confusa que ésta fuera, prometía tu figura. Y no quiero vivir una gloria breve al curarme de ti. Yo quiero la gloria total curándome contigo.

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